viernes, 24 de enero de 2014

lunes, 20 de junio de 2011

LA RAZÓN CEGADA POR EL AMOR

LA RAZON CEGADA POR EL AMOR

LA RAZÓN CEGADA POR EL AMOR


¿Qué hacer con la razón cuando es sorprendida por el amor de una mujer joven, bella e inteligente? ¿Cómo compaginar el correcto ejercicio de la lógica racional con la lógica de los sentimientos amorosos? He hablado en diversas ocasiones del enamoramiento como obstáculo importante para usar bien la razón. En esta ocasión me ha parecido oportuno recordar un caso práctico celebrado por los historiadores del pensamiento occidental y que tuvo lugar en la edad media. Se trata de la apasionante historia intelectual y amorosa de Pedro Abelardo (1079-1142) y Eloísa. Berenguer, padre de Abelardo, pertenecía al gremio de las armas pero no consiguió que el hijo le imitara. Abelardo prefirió “el seno de Minerva a la corte de Marte”. Pero heredó del padre el carácter de luchador y guerrero intelectual. Muy conflictivo con sus maestros, a los veintitrés años tenía ya su propia escuela en Melun después de pasar por París y Corbeil. Tuvo por maestros a Roscelino, Guillermo de Champeaux y a S. Anselmo, con los que discutió todo lo que quiso y más. Desplegó su brillante magisterio en un contexto de violencias, envidias y venganzas. En París se enamoró rabiosamente de la bella e inteligente Eloísa, sobrina del canónigo Fulberto y con la que tuvo un hijo. Entre otras cosas este amor le costó ser castrado a traición. Su Historia de calamidades, en la que nos cuenta su vida, merece ser leída con atención. Pero intentemos seguir más en detalle la trayectoria humana e intelectual de este orgulloso caballero de la razón y siervo incondicional del amor.


1. LA RAZÓN ESTRELLA DE PARÍS


En las clases de Guillermo de Champeaux Abelardo resultó un auténtico contestatario criticando las enseñanzas del maestro y sus condiscípulos estaban indignados de que siendo el más joven de la clase y último matriculado llevara la voz cantante saliéndose siempre con la suya en las discusiones académicas. El mismo Abelardo cuenta sin rubor que siendo alumno de Guillermo y consciente de su capacidad intelectual, le vino la idea de crear una escuela para llevar adelante un proyecto intelectual propio. ¿Dónde? No en un lugar cualquiera sino en una ciudad bien conocida como Melun por ser la residencia real de Felipe I de Francia. Cuando el maestro Guillermo de Champeaux se percató de las intenciones del joven alumno hizo cuanto pudo para impedir que llevara acabo tal proyecto de competencia desleal. Todo resultó inútil ya que en Melun Abelardo contó con todo el apoyo que necesitaba de la Corte. Su fama de dialéctico brillante se difundió inmediatamente y, consciente de sus cualidades intelectuales, decidió trasladar la escuela de Melun a Corbeil donde, por su cercanía a París, suponía que iba a tener más ocasiones de hacer la guerra dialéctica a los que no eran de su línea de pensamiento.


Su dedicación al estudio y a la escuela fue tan intensa que terminó agotado y con el sistema nervioso quebrantado. Se tomó un paréntesis de descanso en la Bretaña y volvió a París como un toro bravo a repartir cornadas dialécticas a quien se le pusiera por delante. Una de las novedades que encontró a su vuelta a París fue que su maestro Guillermo había sido nombrado obispo. Abelardo refiere malévolamente que Guillermo quiso compaginar las obligaciones episcopales con las clases de retórica, a las que había manifestado su deseo de asistir, con la intención de obligarle a renunciar del todo a su posición anterior sobre el tema de los universales. Pero le salió el tiro por la culata. Siempre según la versión de Abelardo, Guillermo no tuvo éxito y sus clases cayeron en descrédito hasta el extremo de que los alumnos más leales a Guillermo se pasaron al bando de Abelardo. Así las cosas, Guillermo decidió encomendar su curso a su sucesor, el cual, en lugar de impartirlo él, se lo ofreció a su vez al mismísimo Abelardo. Ante tal descalabro, Guillermo trató de alejar de allí astutamente a su sucesor en la cátedra, pero, no encontrando apoyos, trató de expulsarle acusándole de culpas infamantes. Abelardo, muy crecido en popularidad y autoridad académica, decidió instalar su escuela en la colina de Santa Genoveva que era el corazón de París. Abelardo, tras el paréntesis en Bretaña, y después que sus padres decidieron ingresar en la vida monástica, se apuntó con intenciones provocativas a las clases de Anselmo de Laon, que había sido profesor de Guillermo de Champeaux y gozaba de popularidad académica. Pero Abelardo quedó decepcionado. La fama del profesor Anselo de Laon le pareció debida más a su larga experiencia académica que al valor de sus enseñanzas. Ni se priva de decir sarcásticamente que los que se acercaban a Anselmo para consultarle sobre alguna incertidumbre terminaban más inciertos e inseguros que estaban. Describe a Anselmo como un hombre agradable y al que se le escuchaba con gusto, pero una completa nulidad para discutir. Sí, usaba palabras maravillosas pero no decía más que cosas banales y carentes de significado. Cuando hablaba se producía mucho humo y poca luz. Era como un árbol con muchas flores pero que no da frutos, como la higuera estéril del Evangelio.


Así las cosas, Abelardo dejó de asistir habitualmente a las lecciones de Anselmo, las cuales se pagaban cada vez que se asistía y no globalmente o por un tiempo determinado. Conducta de Abelardo que le ganó la antipatía de los condiscípulos los cuales instigaron al profesor contra él. Los incidentes académicos fueron constantes al tiempo que su popularidad entre los estudiantes crecía como la espuma suscitando el entusiasmo y las envidias al mismo tiempo. Tuvo que alejarse de Laon pero su batalla gloriosa con final trágico se iba a librar en París. Abelardo vuelve a París (1113) y -¡lo que es la ironía de la vida!-, aunque todavía no había sido ordenado sacerdote, se le concedió una canonjía y se le encomendó, nada más y nada menos, que la escuela catedralicia de Notre- Dame de la cual había sido expulsado siendo titular de ella su maestro Guillermo. Allí enseñó durante cinco años gozando de buena posición económica y alcanzando el zénit de su gloria como académico en plena juventud. Inició sus clases respondiendo a la polémica sobre el profeta Ezequiel y por la que había caído en desgracia en Laón. Con tal éxito que nadie puso más en duda su competencia en los temas bíblicos. Por algún tiempo, aunque corto, el joven y brillante académico disfrutó de la fama y de una posición económica relativamente buena.


2. LAS RAZONES DEL AMOR


En París, como siempre, no sólo había profesores y estudiantes entusiasmados con sus estudios. Había también lindas muchachas como Eloísa. A los 17 años era toda una mujer bella, culta y preparada para afrontar todas las experiencias del amor. El propio Abelardo confiesa con naturalidad que tenía todas las cualidades físicas y morales que fascinan a los hombres. La bella e inteligente Eloísa era sobrina del canónigo Don Fulberto con el cual vivía. Dicen que el tío Fulberto era algo avaro, pero que estaba particularmente interesado en que su sobrina recibiera la formación intelectual más exquisita posible a sus expensas. A través de algunos amigos Abelardo consiguió una entrevista con Don Fulberto durante la cual le pidió alojamiento en su casa, vecina a la escuela que, a su vez, estaba anexada a la catedral de Notre-Dame donde impartía sus clases. ¿Razones? Dos aparentemente convincentes. Los trabajos domésticos le quitaban tiempo para el cumplimiento de sus deberes académicos y los gastos para mantener la casa le resultaban cada vez gravosos para su economía personal.


Don Fulberto comprendió los motivos de Abelardo y le facilitó hospedaje en su casa. Pensó que, además de salir también él económicamente beneficiado, ello facilitaría a cambio que su sobrina tuviera la oportunidad de recibir lecciones particulares del profesor más afamado de París. Abelardo quedó fascinado ante esta buena acogida del canónigo parisino. Porque ¿eran realmente serios los motivos que Abelardo alegó para pedir hospedaje en casa de Don Fulberto, o más bien Abelardo estaba ya tocado sentimentalmente por Eloísa? Sea como fuere, lo cierto es que Don Fulberto, sin quererlo, puso en bandeja de oro a su sobrina para que Abelardo dispusiera sentimentalmente de ella. Sobre todo confiándosela para que recibiera en casa lecciones siempre que dispusiera de tiempo, durante el día o durante la noche, incluso con autoridad para coaccionarla. El propio Abelardo atribuyó la ingenuidad de Don Fulberto en todo este asunto a su amor por la sobrina, para la que quería todo lo mejor (en este caso lo mejor de la cultura) y a la fama del propio Abelardo cuya vida sentimental no había dado nunca que hablar. En su opinión, el ingenuo canónigo no se dio cuenta de que había entregado a una tierna corderilla a un lobo hambriento al permitir que el maestro y la alumna vivieran bajo el mismo techo.


Comenzaron las clases particulares y la lógica del amor se impuso a la lógica de la razón. Con el pretexto de las lecciones, “abríamos los libros, dice Abelardo, pero nuestro discurso giraba más entorno a cuestiones relacionadas con el amor que a los temas académicos programados. Había más besos que palabras y sus manos se deslizaban más por los pechos de Eloísa que sobre los libros. Sobre sus ojos se reflejaba más el amor que la página escrita objeto de la lección académica programada”. Abelardo se complace con despecho en describir las formas físicas de expresarse sus sentimientos amorosos matizando que no desaprovecharon ningún aspecto nuevo imaginable de los juegos de amor practicándolos con tal placer que jamás se sentían cansados. Durante este tiempo de hospedaje en casa de Don Fulberto Abelardo dedicaba la noche al amor con Eloísa y el día a la cátedra en la que el rendimiento académico se resintió notablemente hasta el punto de que no llevaba las clases preparadas y salía adelante por la inercia de su intensa experiencia docente en el pasado. Sus clases, confiesa él mismo, empezaron a resultar frías y mecánicas. Cualquier cosa menos fruto del entusiasmo, del ingenio y la creatividad. Ahora le apetecía más componer poesías de amor para que las cantaran los estudiantes que se habían percatado de la tormenta sentimental por la que estaba atravesando su maestro.


La pasión de Abelardo por Eloísa era fuertemente sensual. Ella, por el contrario, estuvo enamorada de él con todo su ser hasta el final de su vida. Es la conclusión más evidente que cabe deducir de sus cartas que son dignas de leerse. Son un tratado vivo de psicología femenina del amor de inmenso valor por su objetividad y realismo. Abelardo, en cambio, no duda en ningún momento de que su amor por Eloísa ha de interpretarse en clave más de lujuria que de amor auténtico e incondicional hacia una mujer. Desde la razón Abelardo reconoció que su pasión por la sobrina de Don Fulberto era brutalmente carnal hasta el punto de perder la cabeza y el sentido de la vergüenza con tal de encontrar ocasión de satisfacer sus impulsos eróticos con ella sin reparar dónde y en qué lugar. Por ejemplo, en un ángulo del comedor del convento de Argenteuil durante una visita furtiva a la que en secreto ya era su esposa.


En París el romance pasional del brillante catedrático con la sobrina del canónico estaba en boca de todos. De momento ambos se turbaron al ser descubiertos pero esto sólo contribuyó a reforzar más sus sentimientos. Un día Eloísa le comunicó a Abelardo que estaba embarazada. Abelardo encontró pronto la solución de emergencia. Una noche la tomo consigo y la llevó a Bretaña para que diera a luz en casa de su hermana. El año 1118 nació felizmente el niño al amparo de la familia de Abelardo y le bautizaron con el original nombre de Astrolabio, que significa “el que abraza las estrellas”. El tío de Eloísa, Don Fulberto, estuvo a punto de volverse loco cuando se percató de la huida de su sobrina embarazada por el ilustre huésped y profesor. Se sintió inundado de vergüenza y profundamente herido en su honor. Había que vengar esta traición. Pero ¿cómo? Tomando una decisión vindicativa que no tuviera repercusiones negativas para su sobrina. Abelardo, por su parte, trataba de protegerse de la furia de Don Fulberto del que podía esperar cualquier sorpresa desagradable como respuesta.


Por fin, Abelardo empezó a sufrir un profundo sentimiento de culpabilidad como si hubiese cometido un alto crimen de traición. Con este estado de ánimo, un buen día cerró los ojos y decidió hablar personalmente con Don Fulberto para pedirle disculpas y reparar el mal que había hecho con su sobrina. Para calmarlo, Abelardo terminó ofreciendo una satisfacción que superaba cualquier expectativa. Le prometió que estaba dispuesto a casarse con Eloísa a condición de que el matrimonio se mantuviera en secreto para no dañar su reputación pública. Don Fulberto no dudó en aceptar la proposición de Abelardo con efusivos gestos de alegría y amistad en nombre de los padres de la sobrina y del suyo propio. Eloísa amaba a Abelardo con todo su ser y no podía permitir que su amado fuera expuesto al desprestigio público a causa de su matrimonio. Por otra parte, conocía bien a su tío Fulberto y estaba convencida de que su matrimonio con Abelardo no sería suficiente para aplacar su honor herido con este engaño sentimental. Eloísa usó toda su inteligencia, cultura y erudición humanística con citas de textos latinos, griegos y hebreos para convencer a Abelardo contra su propuesta de matrimonio, el cual, a juicio de ella, no sería para bien ni de la Iglesia ni de los profesionales de la filosofía. ¿Cómo puede uno dedicarse con igual empeño a la mujer y a la filosofía?


Además, ¿cómo compaginar las actividades académicas con las obligaciones de la vida conyugal? ¿Qué tienen en común las asambleas de estudiantes con las criadas domésticas, los escritorios con las cunas de los niños y los libros y pupitres con los cazos, o los estiletes y lapiceros con los husos y la ruecas? ¿Cómo puede el que se dedica a la meditación de los textos sagrados y de los filosóficos soportar el llanto de los niños, las cantinelas de las nodrizas que tratan de calmarlos o la multitud ruidosa de los criados? ¿Que estos inconvenientes se resuelven viviendo en casas grandes con apartamentos separados lo cual es posible disfrutando de una buena posición económica? Te digo, Abelardo, que la vida de los ricos no es la de los filósofos y que quien se dedica a las finanzas o vive atrapado por los problemas materiales no puede empeñarse a fondo en el estudio de los textos filosóficos y de la sagrada escritura. Para avalar su postura Eloísa cita ejemplos del Antiguo Testamento, de S. Agustín, Flavio Josefo y Pitágoras demostrando un conocimiento asombroso del latín, del griego y del hebreo. Y concluye sus razonamientos recordando a Abelardo los sufrimientos que Santipe infligió a Sócrates casándose con él en perjuicio de la filosofía. Su amor por Abelardo no le permitía a Eloísa hacer nada que pudiera perjudicarle hasta el extremo de renunciar a casarse con él.


3. CASTRADO PERO INTELECTUALMENTE ENTERO


Don Fulberto había aceptado la propuesta de matrimonio de Abelardo con Eloísa sellando el pacto con besos y abrazos en nombre de los padres de la joven sobrina y el suyo propio. Pero, según Abelardo, meditaba la venganza. Abelardo y Eloísa, en efecto, después de pernoctar una noche en una iglesia de forma desapercibida, celebraron su matrimonio secreto en presencia de Don Fulberto y algunos amigos suyos. A partir de este momento Abelardo y Eloísa se fueron cada uno por un lado y sólo se encontraban cuando podían pasando desapercibidos. Pero, como era de temer, Don Fulberto no había quedado satisfecho. El habría preferido un matrimonio de su sobrina por todo lo alto a la luz del día y no en clandestinidad. En efecto, en su intento de aminorar su vergüenza y faltando a lo convenido, comenzó a difundir la noticia del matrimonio de la sobrina, la cual, por su parte, se vio obligada a negarlo al precio de soportar los insultos de su indignado tío. Cuando Abelardo conoció la nueva situación de Eloísa no se lo pensó dos veces y decidió mandarla al monasterio femenino de Argenteuil donde se había educado. Don Fulberto y su familia interpretaron esta decisión de Abelardo como una treta burlesca metiendo a Eloísa en un convento para eludir sus responsabilidades con ella como marido. En consecuencia, decidieron vengarse a cualquier precio. ¿Cómo? Muy sencillo. Una noche, mientras Abelardo dormía en un apartamento alejado de su casa, entraron tres hombres en la habitación y le castraron inutilizándole el pene y los testículos. Dos de ellos fueron arrestados y condenados por la justicia a la misma suerte siendo castrados. Uno de ellos era el propio criado de Abelardo al que compraron con una propina y facilitó las informaciones necesarias para consumar el cobarde acto de venganza.
Que Abelardo había sido castrado en el curso de la noche fue la gran noticia del día en París. A la salida del sol una multitud de gente se había congregado ya en los alrededores de su casa. Muchos de ellos llorando. Sobre todo sus alumnos. Pero esto fue sólo el inicio de lo peor que estaba por venir. En esta situación Abelardo decidió retirarse a un monasterio, no por devoción sino, como Eloísa, para protegerse de la vergüenza. Con una diferencia importante, matiza el humillado, y es que Eloísa lo hizo por decisión de él y él lo hizo por iniciativa propia. Fue la respuesta a su orgullo herido.


Abelardo se refugió en el monasterio obviamente para reponerse de las heridas físicas y morales recibidas. Pero sus alumnos clérigos vinieron a pedirle a él y al Abad que bajo ningún concepto abandonara sus estudios y actividades académicas aunque no le pagaran. Si antes se había dedicado a los ricos ahora, viviendo en el monasterio, tenía la oportunidad de hacer el mismo servicio a los pobres. Por otra parte, parece que la vida de los monjes en el monasterio dejaba bastante que desear. El propio Abad no gozaba de buena reputación moral. Abelardo, poco prudente, no desaprovechaba ocasión para criticar la vida de los monjes, con lo cual terminó haciéndose odioso e insoportable hasta el punto de que trataron de liberarse elegantemente de él secundando las peticiones de los estudiantes que le reclamaban para que volviera a la vida académica. En efecto, gracias a la mediación de los monjes y del Abad del monasterio anfitrión de Saint Denis, se le asignó una ermita para que enseñara y se dedicara al estudio. Con tal éxito que no había ya lugar ni comida suficiente para cubrir las necesidades de tantos estudiantes como llegaban.


Abelardo se dedicó ahora al estudio de la Sagrada Escritura dejando a un lado las artes seculares. Pero los estudiantes le pidieron con insistencia que no abandonara este campo a lo cual accedió impartiendo un curso sobre dichas artes como preludio para hablar de la verdadera filosofía que era la teología. La noticia de este doble plan académico se corrió por París y muchos estudiantes abandonaron a sus profesores para asistir a las clases de Abelardo. Lo cual sólo contribuyó a aumentar las envidias y el odio contra él por parte de sus opositores. Los cuales impugnaron sus clases diciendo que su opción por la vida monástica era incompatible con la enseñanza de la filosofía. Se le acusaba, además, de presuntuoso porque no habiendo tenido ningún profesor de teología se dedicaba lo mismo a la filosofía que a la teología. El objetivo de estas alegaciones contra él era ponerle fuera del campo de la enseñanza y presionaban sobre obispos, arzobispos, abades y eclesiásticos en general para conseguirlo.


4. LA RAZÓN EN LA HOGUERA


Abelardo se dedicó con entusiasmo al estudio de la teología aplicando rigurosamente la razón filosófica y el método analógico, y a petición de sus alumnos escribió un tratado Sobre la unidad y divina trinidad. Los estudiantes le pedían explicaciones razonadas y no simples exposiciones ininteligibles. Querían entender las cuestiones y les parecía ridículo que los profesores trataran de explicar cosas que ellos mismos no entendían. En la obra de Abelardo los alumnos encontraban claridad y sutileza mental sobre las cuestiones más complicadas y respuestas concretas a los temas abordados. Los estudiantes estaban encantados con las clases de Abelardo pero ello contribuyó más a potenciar la envidia de sus rivales que convocaron una asamblea en Soissons para ajustarle las cuentas.


Le pidieron que presentara su libro pero no sin antes haberle calumniado hasta el extremo de que cuando se presentó acompañado de algunos de sus discípulos estuvo a punto de ser recibido a pedradas acusándole de predicar y escribir que hay tres dioses. Así las cosas, Abelardo se fue con su libro al legado pontificio para que lo leyera y diera su parecer sobre su doctrina prometiendo que estaba dispuesto a rectificar o pedir disculpas por cualquier cosa que no estuviera de acuerdo con la fe católica. El Legado papal le mandó que presentara el libro a su obispo y a sus dos rivales para que fueran ellos lo que emitieran el veredicto sobre su ortodoxia. Así lo hizo y dice que lo leyeron y releyeron sin encontrar nada realmente importante contra el. Mientras se preparaba la asamblea conciliar Abelardo trató de convencer a todo el mundo de que era doctrinalmente inocente. Incluso se declaró dispuesto a dar explicaciones ante Alberico, pero éste no las aceptó alegando que ante la autoridad no había nada que explicar. Abelardo ojeó el libro y le espetó una cita estupenda de S. Agustín sobre la Trinidad en su favor. Pero esto sólo contribuyó a enfurecer a Alberico el cual tomó las de Villadiego con amenazas diciéndole que sus razones y sus citas de S. Agustín le iban a servir de poco en la asamblea conciliar que se estaba preparando.


Por fin se celebró la asamblea conciliar y el último día había que tomar una decisión sobre el libro de Abelardo. En realidad no habían encontrado razones de condena. Unos callaban y otros remitían sensiblemente en sus ataques. ¿Por qué sería? El obispo Gofredo tomó la palabra y dijo que la cultura de Abelardo y sus enseñanzas en las diversas disciplinas que había tratado tenían muchos defensores y seguidores hasta el punto de eclipsar a todos los demás profesores. Textualmente: “Si le condenáis, aunque sea justamente, sabed que ofenderéis a muchas personas y habrá muchos dispuestos a defenderle, sobre todo porque no hemos encontrado en su escrito ninguna afirmación que pueda ser públicamente condenada. Estad atentos y no seáis ahora vosotros los que comportándoos con arrogancia, contribuyáis a aumentar su prestigio y resultemos nosotros más culpables a causa de la envidia que él a causa de la justicia (...) Si decidís actuar contra él, de acuerdo con el derecho canónico, tenéis que examinar su pensamiento o su escrito, y si le interrogáis, debéis hacerlo dejándole hablar libremente de modo que, culpable o arrepentido, guarde silencio después para siempre”.


Pero esta prudente advertencia no fue tenida en cuenta. Los más beligerantes alegaron que no era posible luchar contra la habilidad oratoria de un hombre que manejaba argumentos y sofismas ante los cuales tenía que rendirse el mundo entero. El obispo Gofredo replicó que los prelados presentes en la asamblea no formaban “quorum” suficiente para juzgar una cuestión tan importante. Entonces propusieron que Abelardo fuera presentado por el abad del monasterio y que se convocara a un número mayor de prelados bien preparados con el fin de tomar una resolución final. Al representante papal le pareció bien esta propuesta pero no prosperó. Los adversarios de Abelardo consiguieron imponer su opinión según la cual sería humillante que esta causa fuera transferida a otra ocasión y sería peligroso para todos que Abelardo consiguiera huir de la condena. Sencillamente, había que quemar el libro de Abelardo sin proceso, sin condena y sin vacilaciones, ya. Más aún. El libro debía ser dado al fuego por el propio Abelardo. El obispo Gofredo y el Legado papal se opusieron a que se sometiera al autor del libro a esta tortura de entregar el libro a las llamas con sus propias manos. Todo inútil. Tras momentos de gran tensión y de humillación personal para Abelardo, este fue declarado culpable y condenado. A continuación se lo encomendaron al Abad del monasterio de S. Menandro para que viviera allí recluido en régimen de prisión domiciliaria. Su libro fue condenado al fuego y él humillado pero no abatido.


La noticia de su condena se divulgó rápidamente pero la opinión pública estaba totalmente a favor de Abelardo y los mismos que le condenaron trataban después de disculparse acusándose los unos a los otros. Así las cosas el legado papal le sacó de la prisión domiciliaria en el monasterio de S. Menardo para que volviera a Saint Denis. Pero su carácter batallador y crítico no hizo más que crearle problemas con los monjes de Saint Denis, los cuales ya estaban cansados de él.


5 AL BORDE DE LA MANÍA PERSECUTORIA


Un día el Abad le amenazó con enviarle a la corte del rey para ser allí juzgado. No les bastaba su disposición para cumplir los castigos contemplados en la regla monástica en caso de haber cometido alguna infracción culpable. Por fin, horrorizado por la hostilidad de los monjes contra él y desesperado por los golpes de su mala fortuna, sintiéndose perseguido por todos, consiguió huir de Saint Denis durante la noche con la ayuda de algunos de sus discípulos refugiándose en los dominios del conde Teobaldo de Champagne. Primero en la capilla en la que ya había estado antes, para terminar en el pueblecito de Provins al abrigo del convento de Troyes, cuyo Prior era buen amigo suyo y le acogió caritativamente con todos los respetos y consideraciones. El Abad de Saint Denis llegó poco después a este lugar para entrevistarse con el conde y amenazó tanto a Abelardo como al Prior de Troyes por acogerle. Pero la muerte que a todos llega se encargó de hacer que estas amenazas quedaran solo en palabras. Abelardo eligió un lugar solitario en la zona de Troyes donde, con la aprobación del obispo del lugar, construyó un oratorio dedicado a la Trinidad con cañas y paja sobre un pedazo de tierra que recibió como donación. Era su nueva cátedra. Cuando sus alumnos descubrieron el refugio del maestro muchos de ellos abandonaron todas sus comodidades de ciudad, casa y alimentación para reunirse de nuevo con el maestro al precio de dormir sobre paja en pequeñas tiendas de campaña y alimentarse de hierbas salvajes y pan duro. Por otra parte, ellos se preocupaban de que a Abelardo no le faltara lo necesario para vivir para lo cual trabajaban en el campo a fin de que su maestro pudiera dedicarse a tiempo completo al estudio sin distraerse con las preocupaciones materiales.


Los estudiantes fueron más lejos todavía y reconstruyeron con piedra y madera el oratorio que Abelardo había construido con sus propias manos a base de cañas y paja llamándolo ahora Paracleto, o sea, el Consolador. Pero este cambio de nombre, paradójicamente, no sólo no le sirvió de consuelo sino todo lo contrario. Sus enemigos crónicos protestaron diciendo que no era lícito dedicar una Iglesia al Espíritu Santo en lugar de a Dios Padre y que habría sido mejor dedicarla sólo al Hijo o a toda la Trinidad. Obviamente, detrás de estas aparentes minucias e irrelevancias había una polémica teológica de fondo a causa de la cual algunos buscaban cualquier excusa para cargar contra Abelardo violando la suprema regla cristiana del respeto personal y la caridad. Abelardo, que era un genio de la dialéctica y había sido tan cobardemente humillado, tampoco se andaba por las ramas y respondía con argumentos dialécticos cargados de ironía. Con lo cual el fuego de las hostilidades contra él, en lugar de extinguirse con el tiempo, se avivaba más. Según la versión de Abelardo, sus viejos enemigos no habían conseguido abatirle pero le pusieron delante a dos personajes de prestigio para lograrlo. No dice sus nombres pero eran S. Bernardo de Claraval y Norberto de Magdeburgo, fundador de la Orden de los Canónigos Regulares de Prémontré. Ambos personajes estaban implicados a fondo en la reforma monástica y eclesiástica que se llevó a cabo por aquella época.


Norberto había reconducido a la vida comunitaria al clero de las catedrales y de las parroquias. Bernardo había llevado a cabo su reforma actualizando la Regla de S. Benito en clave rigorista. Ambos estaban en condiciones ideales para ajustar las cuentas a Abelardo y consiguieron ponerle en un gran aprieto poniendo a todo el mundo contra él difundiendo desvergonzadamente historias y chismes difamantes. Bernardo se habría propuesto servirse de todos los medios a su alcance para poner fuera de juego a Abelardo y su obra intelectual. Se explica así, por ejemplo, que consiguiera la destitución de Esteban Garlando como Mayordomo de Luis VI por el mero hecho de ser amigo de Abelardo y haberle ayudado a huir de la persecución de los monjes de Saint Denis. Otro ejemplo. Arnaldo de Brescia fue expulsado de Francia por haber sido discípulo de Abelardo y haber predicado contra la riqueza y poder temporal de la Iglesia. Y siempre por iniciativa de S. Bernardo el cual trató de condenar también al obispo Gilberto de Poitiers, proveniente de la escuela de Abelardo, y que seguía el método abelardiano de la dialéctica aplicada a la teología. La operación contra este prestigioso obispo discípulo de Abelardo no le salió bien pero no descansó en su lucha encarnizada contra Abelardo saltándose las reglas de la caridad cristiana con el único objetivo de condenarle por sus enseñanzas y ponerle académicamente fuera de combate.
S. Bernardo tenía un carácter autoritario y violento que contrastaba con el misticismo que predicaba. Según el retrato de Abelardo, para conseguir sus objetivos no dudaba en recurrir a la mentira, la adulación, la amenaza, a las insinuaciones o la injuria para descalificar moralmente a los que no compartían sus puntos de vista. Predicaba la humildad y la vida ascética pero era intolerante a más no poder con los herejes, a los que trataba como “hombres y mujeres perdidos en sus vicios, corrompidos, inmundos, hipócritas incapaces de comprender los argumentos racionales”. ¿Y sobre las mujeres?: “Pobres mujeres idiotas y sin cultura”.


Abelardo estaba tan traumatizado que cuando oía que se celebraba alguna reunión de eclesiásticos pensaba que era para condenarle a él. Vivía en el temor permanente de que terminaría condenado por algún concilio o en algún tribunal de justicia para ser juzgado como hereje o sacrílego. Al borde ya de la desesperación pensó incluso en huir de los territorios de la cristiandad y vivir con judíos o musulmanes dispuesto a pagar el tributo que le fuera impuesto. Abelardo pensó en los tributos que pagaban los judíos en los territorios de la cristiandad por la diversidad religiosa. Se acordó de la suerte de los judíos y comenzó a madurar la posibilidad de un encuentro entre los súbditos de las religiones monoteístas. Su obra Diálogo entre un filósofo, un judío y un cristiano responde a este estado de ánimo, anticipándose a los tiempos y abogando por la tolerancia hacia los demás. Por otra parte, Abelardo lamentó la triste suerte del pueblo hebreo con palabras inequívocas y hasta sublimes.


Por aquellos días tenebrosos en el Paracleto de Abelardo murió el Abad de S. Gildas de Rhuys en la Bretaña francesa. Aunque parezca extraño, los monjes, con el visto bueno del Señor feudal de la zona, le propusieron a Abelardo que aceptara ocupar el cargo abacial vacante. Abelardo se asesoró y aceptó la propuesta, pero no por voluntad de servicio sino porque pensó que desde la posición de Abad podría defenderse mejor de las persecuciones. La abadía, además, estaba bien situada próxima al mar lo cual era otra circunstancia favorable en caso de que la persecución arreciara y tuviera que huir por mar. La zona estaba subdesarrollada y salvaje, castigada por el viento del norte y las olas del mar. Los habitantes del lugar son descritos por Abelardo como inhumanos y salvajes hablando una lengua totalmente desconocida para Abelardo siendo él bretón. Y los monjes a los que tenía que gobernar Abelardo, ¿qué? Dice sin pelos en la lengua que llevaban una vida torpe y desenfrenada. Que no tenían la propiedad en régimen comunitario sino que cada cual mantenía de su propio bolsillo a las concubinas y a sus hijos sin excluir la rapiña y el robo si era necesario. “Estoy seguro, confiesa Abelardo, que si hubiera tratado de imponer la obediencia a la Regla de vida a que se habían comprometido con los votos habría vivido poco tiempo”.


6. ESPOSA, MADRE, PRIORA Y ABADESA


Eloísa, para no complicar la vida a Abelardo, optó por tomar los hábitos en el convento de Argenteuil, donde llegó a ser Priora, es decir, la segunda autoridad de la casa. Con ocasión de la reforma monástica que se estaba llevando a cabo en toda Francia y otras razones administrativas estaba claro que los días de aquel convento femenino estaban contados. Cuando Abelardo tuvo conocimiento que las monjas de aquel convento iban a ser dispersadas por diversos monasterios le vino la feliz idea de donar su oratorio al Paracleto e invitar a Eloísa a que se trasladara allí con sus monjas. Con tan buena suerte que el Papa Inocencio II y el obispo del lugar ratificaron el proyecto. Al principio las monjas vivieron allí muy pobremente y se sintieron abandonadas. Pero pronto las buenas gentes del lugar las ayudaron generosamente a salir de aquella situación de pobreza. Eloísa había caído en gracia de todos. Obispos, abades y laicos la admiraban por su espíritu religioso, cultura, trato agradable y paciencia. Unos la consideraban como hija, otros como madre y todos como una verdadera hermana. Y no es que se dejara ver mucho. Estaba siempre ocupada en los asuntos internos del convento y no tenía tiempo que perder.
El año 1136 Eloísa fue elegida Abadesa del convento, cargo que ostentó hasta su muerte ocurrida el año 1164, siendo enterrada en el Paracleto al lado de su marido Abelardo que había fallecido veinte años antes. Paradójicamente, los habitantes de la zona del monasterio acusaban a Abelardo de no preocuparse por remediar la pobreza del convento de acuerdo con sus posibilidades. Para calmar estos rumores incrementó sus visitas al monasterio con el fin de ayudarlas. Con lo cual suscitó las envidias y murmuraciones de suerte que lo que hacía movido por los imperativos de la caridad era interpretado por sus detractores crónicos como desvergüenza y excusa para prolongar sus andanzas sexuales no soportando estar alejado de los incentivos de Eloísa. Pero “cómo pueden mis enemigos encontrar en mí -comentaba irónicamente Abelardo- el más mínimo motivo para sus calumnias una vez que he sido privado de cualquier motivo de sospecha? ¿Cómo pueden sospechar de mí al que me ha sido extirpada la posibilidad física de realizar actos vergonzosos?” ¿Cómo pueden sospechar “cuando esta mutilación aleja cualquier sospecha hasta el extremo de que cuando alguien quiere poner las mujeres al seguro se las encomienda a los eunucos?” Abelardo confiesa que estas habladurías y calumnias le causaban moralmente más dolor que le había causado el acto físico de castrarle.


7. FIN DE UNA VIDA MARCADA POR EL USO DE LA RAZÓN Y EL AMOR DE UNA MUJER


Por una parte el señor feudal de la zona ejercía su autoridad despótica sobre la abadía de S. Gildas poniendo orden en el monasterio. Por otra, los monjes acosaban a Abelardo hasta la hartura como si fuera para ellos una diversión el amargarle la vida con sus problemas materiales haciéndole dar la impresión de que era un administrador incompetente forzándole a dimitir, o por lo menos a que renunciara a imponerles la disciplina de las leyes monásticas. Abelardo se encontró así entre dos fuegos: el tirano feudal y sus adláteres, y los propios monjes insidiosos hasta el extremo de atentar contra su vida. Cuenta Abelardo que intentaron varias veces envenenarle en las comidas. En una ocasión intentaron acabar con él durante la celebración de la Misa poniéndole veneno en el cáliz. Intentos de asesinato que se llevaron a cabo incluso cuando estaba de viaje. Por ejemplo, encontrándose en Nantes visitando al señor feudal enfermo, algunos monjes, en connivencia con uno de los servidores de su séquito, envenenaron la comida. Pero les salió el tiro por la culata porque uno de ellos se adelantó imprudentemente a comer y cayó fulminado por el veneno. Después de este episodio Abelardo abandonó la abadía y se fue a vivir con algunos de su confianza en una ermita. Todo en vano. Le seguían por todas partes dispuestos a asesinarlo a cualquier precio y donde fuera posible. Así las cosas, Abelardo intentó frenar la rebelión de sus monjes amenazándoles con la excomunión y obligó a algunos de ellos a jurar públicamente que abandonarían la abadía. No cumplieron con su palabra y el Papa Inocencio II nombró un legado para dirimir el litigio pero todo resultó inútil. Un día cuando regresaba al monasterio los monjes que parecían menos sospechosos demostraron ser peores que los que habían sido expulsados de la abadía hasta el punto de amenazarle poniéndole una espada en el cuello. El año 1141 se reunió el Sínodo de Sens con la presencia del rey Luis VII. Estaba todo bien preparado por Bernardo de Claraval y sus colaboradores para condenar sin compasión 14 proposiciones extraídas de las obras de Abelardo y acusarle públicamente de herejía. Abelardo apeló al Papa y se puso en camino de Roma. Pero en Lyon le informaron de que el Papa había confirmado ya la sentencia del sínodo de Sens contra él el 15 de julio de 1141.


Afortunadamente en el monasterio de Cluny se encontró con el abad Pedro el Venerable el cual le recibió y trató con el respeto y caridad que el propio S. Bernardo le había negado. Le convenció de que no valía la pena ir a Roma y le ayudó a perdonar a S. Bernardo. Pasó a vivir en el priorato de Saint Marcel sur-Saone y habiendo suscrito una profesión de fe falleció en 1142 a los 63 años de edad con la dignidad y grandeza de un caballero y teólogo cristiano. Pedro el Venerable se apresuró a comunicar a Eloísa la triste noticia del fallecimiento de su marido con palabras de gran respeto y admiración. A juicio de Pedro el Venerable, el que Abelardo terminara sus días en Cluny había sido un regalo providencial. Le cuenta a Eloísa que Abelardo había pasado el tiempo sobre sus libros dedicado profundamente al estudio y la enseñanza, escribiendo y sosteniendo coloquios filosóficos con los monjes. Por otra parte, se había conseguido que le levantaran la condena de herejía. Su vida de monje durante este tiempo se caracterizó por la resignación cristiana, la humildad y la pobreza. Pedro el Venerable no se priva de decir que Abelardo fue algo abandonado en el cuidado de su cuerpo y que contrajo la sarna. Para aliviar sus dolores le mandaron a Chalon-sur Saones donde tuvo una muerte rápida pagando el tributo que hemos de pagar todos los seres humanos. Pedro el Venerable no escatimó palabras a Eloísa para expresar el alto concepto que tenía de Abelardo como maestro de la teología y monje ejemplar. Eloísa pidió el cuerpo de Abelardo para tener muerto a su lado a quien tuvo siempre vivo en el corazón. Eloísa, a la sazón abadesa del Paracleto, monasterio femenino fundado por el propio Abelardo con la aprobación de Inocencio II en 1131, recibió el cuerpo de su clandestino y amado esposo. Durante la Revolución francesa los restos mortales de Eloísa y Abelardo fueron trasladados al cementerio parisino Père Lachaise. ¡Que Dios los tenga en la gloria por haberse querido tanto!


8. LA LECCIÓN HUMANA DE PEDRO ABELARDO


Pedro Abelardo representa un paso adelante en la consolidación del uso de la razón en el trato de las cuestiones teológicas y es un personaje fascinante por su vida y su forma de pensar. Fue un hombre intelectualmente superdotado que quiso romper la rutina tradicional de aceptar las verdades de fe sin pasarlas por el filtro de la razón. Se le acusó de introducir el racionalismo o abuso de la razón en el discurso teológico tradicional en torno a la tradición patrística y el estudio de la Sagrada Escritura. De hecho introdujo el método dialéctico en el discurso teológico con la ilusión de llegar hasta lo más profundo de los misterios de la fe usando la razón humana y la analogía. Esta forma de abordar los problemas de la teología fascinó a sus alumnos los cuales exigían explicaciones razonables e inteligibles sobre las verdades de la fe en lugar de limitarse a afirmarlas e imponerlas sin deliberar sobre ellas. Si los Santos Padres opinaban de forma diferente sobre ciertas cuestiones, hay que investigar y explicar esa diversidad de puntos de vista. Para nada sirve hablar de la fe si no es en alguna medida inteligible lo que se dice sobre ella. Y lo mismo podría decirse de la Sagrada Escritura. Sólo los ignorantes recomiendan la fe antes de comprender su contenido.


Sin duda que, llevado por la capacidad intelectual poco común de la que estaba dotado, y el entusiasmo de sus discípulos, se le fue la mano hacia el racionalismo teológico. Pero no tanto como para considerarle como un explosivo contra la ortodoxia metodológica de la teología. De hecho, los mismos acusadores estaban poco convencidos de ello y el propio Sto. Tomás no hará después otra cosa que sistematizar y perfeccionar el método de la crítica racional en el discurso teológico diseñado por Abelardo salvando con mayor maestría los fueros de la fe y el uso de la razón filosófica.


Para comprender la postura de Abelardo en el terreno de la ética hay que tener en cuenta, en primer lugar, su agitada vida sentimental y las cobardes agresiones contra su persona. Pero también el legalismo de la época motivado por las convulsiones político-sociales que siguieron a las invasiones bárbaras así como el establecimiento del feudalismo y su doctrina poco clara sobre los universales. Estos factores personales y sociales arrastraron al brillante académico a cargar las tintas en lo subjetivo en el campo de la ética. El legalismo juzgaba las cosas por la efectividad externa pasando por alto la intención buena o mala de las personas. Abelardo reaccionó contra este olvido práctico de la subjetividad marchándose al extremo opuesto. Una acción humana, pensaba él, no es éticamente buena porque contenga en sí algo bueno, sino porque procede de una intención buena. El acto del delito, por tanto, no es pecado en sí. En tal sentido interpretaba la vida humana como una lucha interna contra el pecado para recibir la corona de la victoria en la otra vida. Ahora bien, para que haya batalla que vencer se precisa un enemigo, que no es otro que la mala voluntad sobre la que hemos de triunfar sometiéndola al querer de Dios. Por otra parte, jamás llegaremos a vencerla completamente y así nunca falta enemigo contra el cual luchar. Por todo esto, pensaba él, la acción externa no añade ninguna maldad al pecado perpetrado ya con la mala voluntad contra el querer divino. Los juicios humanos se vuelcan sobre la acción externa. Dios, por el contrario, nos juzgará sólo por nuestras intenciones. Por todo esto fue acusado de subjetivista y formalista. Acusación que sólo aceptó en parte aunque tampoco su respuesta fue totalmente convincente. En nombre de la razón cabe preguntarle a Abelardo hasta qué punto su teoría en defensa de la subjetividad no deja las puertas abiertas al angelismo moral y a la irresponsabilidad práctica.


Pedro Abelardo y Eloísa pueden ser considerados como un tratado vivo y siempre actual de antropología filosófica en el cual el uso de la razón y el ejercicio de la caridad cristiana quedan en mal lugar. Abelardo y Eloísa son un ejemplo práctico digno de estudio que confirma las dificultades que el estado de enamoramiento representa para el ejercicio objetivo y correcto de la razón. Pero igualmente hemos de reconocer que el trato recibido por el maestro y la alumna enamorada, tanto por parte de sus seguidores fanáticos como de sus perseguidores sin piedad, fue también irracional, irrespetuoso y anti-caritativo con sus personas. El estado de enamoramiento resulta muchas veces incompatible con el uso correcto de la razón pero jamás puede ser una disculpa para faltar al respeto a la dignidad de las personas, irracional o patológicamente enamoradas, como fue el caso de Abelardo y su alumna Eloísa. (Véase la autobiografía Historia calamitatum mearum de Pedro Abelardo). NICETO BLÁZQUEZ, O.P.